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Erase una vez

A ciegas, fue resbalando por la humedad del túnel apoyándose en los ásperos adoquines de las paredes. Le parecía percibir murmullos o tal vez el eco de un griterío lejano. Al vislumbrar un punto luminoso, se arrastró hacia él protegiéndose los ojos con las manos.

Con cada avance, el ruido y la luz se hacían más insoportables. A punto estaba de retroceder cuando de la cegadora mancha amarilla que era toda su visión emergió una figura.

De un empujón fue arrojado de bruces a la arena.

Mientras trataba de incorporarse percibió que olía a sangre recién derramada y comenzó a distinguir el rugir del público del de las fieras. Pisó algo que le hizo caer de nuevo. Al retirarlo descubrió horrorizado que era el despojo de la mano de su compañero, el filósofo, con su dedo índice todavía erguido. Poco a poco fue distinguiendo los cadáveres del trovador, del poeta, del matemático y de los demás compañeros de mazmorra.

 

En las gradas, el público mordisqueaba muslos de pollo, bebía cerveza y charlaba animadamente sin prestar atención a los soldados que en el foso, iban ajusticiando uno por uno a los prisioneros quienes, entre largas súplicas, argumentos y razones, ya no resultaban útiles para el espectáculo.

 

Tragando arena y miedo, caminó al centro del foso y retiró varios cadáveres para hacerse sitio. En silencio, barrió la totalidad de la grada con su mirada y sólo tras reunir todo el aire que eran capaces de almacenar sus pulmones, lo rompió para gritar:

-¡Érase una vez…!

 

Las gradas del circo enmudecieron de inmediato, la orquesta dejó de sonar, y la muchedumbre se dispuso a escuchar a aquel hombrecillo del foso.

 

(Fragmento. Antonio Núñez)

© Pilar Pintre 2025

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